Un monstruo llamado Boris. Érase una vez, en una tierra muy, muy lejana, vivía un grupo de monstruos que amaban nada más que asustar a los niños. Estos monstruos eran de todas las formas y tamaños, y disfrutaban mucho aterrorizando a los jóvenes que vivían en las aldeas cercanas.
El más grande y temible de estos monstruos era un gigante llamado Boris. Boris estaba cubierto de un pelaje espeso y peludo, y tenía dientes afilados que brillaban a la luz de la luna. Sus rugidos se podían escuchar a kilómetros a la redonda, y se sabía que aplastaba cualquier cosa que se atreviera a interponerse en su camino.
Sin embargo, a pesar de su temible reputación, Boris tenía debilidad por los niños. Le encantaba ver sus ojos agrandarse por el miedo mientras se cernía sobre ellos, pero nunca los lastimaba. De hecho, a menudo se colaba en las aldeas por la noche y dejaba regalos para los niños, con la esperanza de ponerles una sonrisa en la cara.
Una noche, mientras Boris hacía su ronda, se encontró con un grupo de niños que estaban acurrucados por el miedo. Una manada de monstruos más pequeños había estado aterrorizando a la aldea, y los niños tenían demasiado miedo para aventurarse afuera.
Boris estaba indignado por las acciones de los monstruos más pequeños y prometió poner fin a su reinado de terror. Se adentró en la noche, rugiendo y pisoteando mientras avanzaba, y los monstruos más pequeños se dispersaron rápidamente al verlo.
Con el pueblo a salvo una vez más, Boris regresó con los niños y les aseguró que ya no necesitaban tener miedo. Los niños estaban encantados y agradecieron a Boris por su valentía.
A partir de ese día, Boris se convirtió en el protector del pueblo, y los niños solían dejarle golosinas en señal de gratitud. Y aunque todavía era un monstruo temible de contemplar, Boris era amado por todos los que lo conocían.
