La conejita y el árbol de los deseos. Érase una vez una pequeña conejita llamada Luna que vivía en un hermoso prado rodeado de árboles frondosos y coloridas flores. La conejita era muy curiosa y siempre estaba explorando el prado. Un día, mientras saltaba entre los arbustos, se topó con un árbol muy especial, un árbol de ramas retorcidas y hojas brillantes que parecían resplandecer bajo la luz del sol. La conejita, sorprendida por la hermosura del árbol, se acercó para examinarlo más de cerca.
«¡Qué árbol tan precioso!», exclamó Luna. «¿Qué tipo de árbol eres, y por qué brillas tanto?»
El árbol contestó con una voz suave y melodiosa: «Soy el árbol de los deseos, y brillo para que aquellos que se acercan a mí puedan ver que estoy aquí para conceder deseos».
La pequeña conejita no podía creer lo que estaba escuchando. ¡Un árbol que concedía deseos! ¿Era cierto eso? Se quedó pensativa durante unos segundos, pero luego decidió que no perdía nada con intentarlo.
«Árbol de los deseos», empezó Luna, «me gustaría mucho tener una zanahoria tan grande como un elefante». Y cerró los ojos, esperando que su deseo se hiciera realidad.
Al abrirlos de nuevo, la conejita se quedó sorprendida: ¡allí estaba, justo delante de ella, la zanahoria más grande que había visto en su vida! La pequeña conejita no podía creer su suerte. Había pedido algo, y el árbol de los deseos lo había cumplido.
Desde ese día en adelante, Luna visitaba el árbol de los deseos con frecuencia, pidiendo cosas divertidas y jugando con él. Pero un día, mientras pedía su deseo (una zanahoria del tamaño de la luna), el árbol de los deseos le preguntó:
«Luna, ¿no te gustaría que otros animales también pudieran pedir deseos como tú?»
Luna se quedó pensando en eso. Cierto, ella siempre había sido la única que había visitado al árbol de los deseos. ¿Por qué no compartirlo con otros animales? La conejita asintió y le dijo al árbol que sí, que le encantaría que otros pudieran disfrutar de sus grandes dones.
Y así, en ese mismo instante, el árbol de los deseos se llenó de animales. Había aves, mariposas, sapos, y muchos otros seres, todos listos para pedir sus deseos.
El primer animal en pedir algo fue una mariquita que quería picotear una hoja de salvia. El árbol de los deseos sacudió sus ramas, y una hoja de salvia gigante flotó hacia la mariquita, que la mordió con ganas.
El siguiente animal fue un sapo que quería un charco enorme para saltar. El árbol de los deseos se estiró hacia el cielo, sus ramas entrelazándose para formar un charco gigantesco, que se llenó de agua en seguida.
Después fue el turno de las aves, que querían un nido confortable para pasar la noche. El árbol de los deseos reunió sus ramas de nuevo, formando un nido con las hojas más suaves y cómodas que había.
Así estuvieron los animales pidiendo deseos y el árbol de los deseos concediéndolos hasta que llegó la noche. Luna estaba muy agradecida por haber compartido el árbol de los deseos con los otros animales. Y aunque ya no estaban allí, los deseos que pidieron los animales seguían cumpliéndose.
Al día siguiente, Luna volvió al árbol de los deseos, pero esta vez no pidió nada. Simplemente se sentó a su sombra y admiró cómo el árbol se movía suavemente con la brisa. Sabía que lo mejor que podía hacer era compartir el árbol de los deseos con los demás.
Y así fue como la conejita Luna aprendió que lo mejor que podía hacer era ayudar a los demás y compartir lo que tenía. Y el árbol de los deseos, con su poder mágico y maravilloso, siguió concediendo deseos a todos aquellos que lo necesitaban, convirtiéndose en un lugar favorito de la comunidad animal del prado.