La batalla en el puerto de Nueva York. Érase una vez, en el puerto de Nueva York, donde se libró la batalla más épica de la historia. Los barcos de guerra se alineaban en el puerto, preparándose para la lucha. Los soldados armados hasta los dientes esperaban en los muelles para recibir a los invasores que habían llegado desde los confines del mundo.
Desde la ciudad, se podía escuchar el ruido de las bombas y los disparos que resonaban por todo el puerto. Los cielos se oscurecían con el humo de los cañones y la gente corría por las calles con miedo en sus corazones.
En medio de todo esto, estaba un hombre llamado Jack. Era un mercenario, un guerrero que había luchado en muchas batallas a lo largo de su vida. Jack estaba en la ciudad para conseguir un trabajo, pero en su lugar encontró algo mucho más grande: una lucha por la supervivencia de la ciudad.
Jack sabía que tenía que hacer algo. Si la ciudad caía, el mundo entero estaría en peligro. Así que corrió hacia el puerto, buscando a alguien que pudiera darle una posición en el campo de batalla.
Fue entonces cuando encontró a un hombre alto y delgado, vestido con una chaqueta roja y un sombrero. Era el líder de los soldados, un hombre llamado George.
Jack se acercó a él y le ofreció su ayuda. George lo miró de arriba abajo, dudando un poco al principio, pero después de unos minutos decidió que podía usar toda la ayuda que pudiera obtener. Así que lo puso al mando de un grupo de soldados y lo envió al frente de batalla.
La lucha era feroz. La fricción entre las dos facciones se hizo evidente rápidamente. Las armas de fuego no eran lo único que se utilizaba en la batalla; también había espadas, hachas y mazas en juego. La sangre corría por toda la superficie del puerto. Era una lucha verdaderamente brutal.
Jack se paró frente a su escuadrón y les dijo algo que nunca olvidarían: «No estamos aquí solo por nosotros mismos. Estamos luchando por nuestra ciudad. Por nuestra casa. Por nuestras familias. Démosles todo lo que tenemos, porque si no lo hacemos, no les quedará nada».
Los soldados que luchaban bajo su mando tenían un nuevo sentido de propósito; estaban luchando por algo más grande que ellos mismos. Luchaban por la ciudad, por su futuro.
La lucha se prolongó durante horas, el sol se ponía y todavía no había un claro ganador en la batalla. La ciudad estaba tan herida como muerta y la gente se escondía en las sombras, esperando que todo terminara.
Pero entonces, algo increíble sucedió. Desde el otro lado del puerto, vinieron refuerzos. Otros guerreros llegaron de todas partes del mundo para ayudar en la lucha. Había alguien de China y de Japón entre los nuevos combatientes, había grupos provenientes de África y de Europa, y nativos americanos también.
Juntos, los guerreros lucharon hasta que la luz del sol empezó a brillar otra vez. Y cuando los invasores finalmente se dieron por vencidos, la ciudad de Nueva York reveló sus heridas: decenas de personas murieron, muchos guerreros quedaron heridos, y mucho de la ciudad había sido destruido.
Pero Nueva York y su gente habían sobrevivido. Y aunque aún había mucho trabajo por hacer para reconstruir la ciudad, esta lucha épica se quedó grabada en la historia de la humanidad. La ciudad de Nueva York, gracias a los esfuerzos de los guerreros, fuera de su suelo y de otras partes del mundo, pudo sobrevivir y sin duda florecer.