El tesoro de los aztecas

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El tesoro de los aztecas
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El tesoro de los aztecas. Érase una vez, hace muchos años, en el corazón del territorio azteca, una leyenda que hablaba de un tesoro escondido en lo más profundo de la selva. Muchos se aventuraron en su búsqueda, pero ninguno volvió con las manos llenas de riqueza.

Cuenta la leyenda que para encontrar el tesoro, se debía seguir la marcha de los colibríes, que siempre llevaban a los cazadores de tesoros hacia el camino correcto. Pero esta búsqueda no era una tarea fácil, ya que la selva escondía peligros y sorpresas desconocidas.

Un día, un joven cazador llamado Juan llegó a la región azteca procedente de España. Al escuchar la leyenda del tesoro, decidió emprender la búsqueda con la ayuda de un guía local, llamado Tlaloc.

Juan y Tlaloc se adentraron en la selva, siguiendo la brújula que les había sido indicada por el chamán de la región, quien les otorgó su bendición para la misión.

Durante el camino, Tlaloc le contó a Juan un secreto: «Según la leyenda, el tesoro pertenecía a la diosa de la selva, la diosa de la fertilidad, la diosa Xochiquetzal. Si la diosa se siente ofendida, puede negar el acceso al tesoro, por lo que deberías tener cuidado con lo que dices y haces en la selva».

Juan estaba dispuesto a hacer todo lo necesario para encontrar el tesoro, pero también era consciente de que debía tener respeto por la diosa. Continuaron avanzando en la selva, guiados por los colibríes que les indicaban el rumbo.

Después de varios días de caminar, los cazadores de tesoros llegaron a un cruce de caminos. Estaban en un punto donde se cruzaban cuatro caminos diferentes, y no sabían que dirección tomar. Tlaloc sugirió que cada uno tomara un camino, y que luego se reunieran en un punto determinado juntos.

Así lo hicieron, y después de caminar un rato, Juan encontró un pequeño arroyo rodeado de flores de colores intensos. Al acercarse, vio una imagen de la diosa Xochiquetzal tallada en una roca situada en la orilla del arroyo. En ese momento, se dio cuenta del peligro de haber llegado a un lugar sagrado y perder el respeto por la diosa de la selva.

Juan se arrodilló en frente de la imagen, cerró los ojos y meditó en silencio por unos minutos. Se disculpó por su falta de respeto y ofreció un ramo de flores que había recolectado en su camino. Al terminar su ofrenda, preocupado por el estado del guía, Juan se dio la vuelta para regresar al lugar donde habían acordado reunirse.

En su camino de vuelta, Juan escuchó un ruido en la selva y se dio cuenta de que el ruido seguía su ritmo. Se detuvo para escuchar y, al hacerlo, notó que los pájaros y los insectos se callaban al mismo tiempo. Entonces, escuchó unos pasos que se acercaban, que parecían de un animal grande y pesado.

De repente, apareció frente a él una serpiente gigante. La serpiente estaba enfurecida, parecía tener un tamaño imposible, como si se tratara de un monstruo directamente salido de un cuento. Juan no podía creer lo que veía. La serpiente se puso en dos patas, mostró sus colmillos venenosos y fijó sus ojos en la figura de Juan.

Juan pensó que era su fin. Cerró los ojos y esperó el mordisco mortal de la serpiente. Pero en lugar de eso, la serpiente se arrodilló y le ofreció una joya brillante.

Juan se dio cuenta de que la serpiente era la diosa Xochiquetzal, que les había bendecido con su ayuda para encontrar el camino del tesoro. Con cuidado, Juan tomó la joya de las manos de la diosa y le agradeció profusamente.

Juan corrió de vuelta al punto de partida donde Tlaloc estaba esperando impaciente. Cuando llegó, mostró el fabuloso objeto y le contó la historia de su encuentro divino. Juntos corrieron hacia el lugar donde se encontraba el tesoro, guiados por la imagen mental que la tenebrosa figura de la diosa había dejado grabada en la mente de Juan.

Llegaron a un gran risco y vieron que una cascada caía desde el tope. A medida que se acercaban, escucharon el sonido del agua y vieron que, gracias a la caída, se formaba una pequeña piscina, donde se veía un reflejo centelleante de la joya que Juan sostenía en su mano. Entonces, supieron que habían llegado a su meta.

Ambos saltaron al agua, recogieron los cofres rebosantes de joyas y oro, y regresaron a la orilla. Parecían niños en una carrera loca, tan grande era su emoción. Después agradecieron con fervor a la diosa y, en voz alta, prometieron respetar siempre a la selva y a sus habitantes.

Juan y Tlaloc se dividieron las joyas y el oro, y regresaron a la civilización. Juan, que había llegado a la región azteca buscando fortuna, había encontrado en realidad un tesoro más valioso que el dinero: había aprendido a respetar y a honrar a la diosa que protegía la selva, y con ello había descubierto el auténtico tesoro de una cultura tan rica como la azteca.

Y colorín colorado este cuento se ha acabado.
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