El Príncipe y el Laberinto de Cristal. Érase una vez un joven príncipe llamado Alexander. Alexander era un príncipe muy valiente y aventurero. No había nada que le gustara más que explorar el mundo que lo rodeaba y descubrir cosas nuevas cada día. Un día, mientras caminaba por los jardines del castillo, descubrió un hermoso y misterioso laberinto de cristal.
Alexander quedó impresionado con el laberinto. Nunca había visto algo igual antes. Cada pared del laberinto estaba hecha de cristal y era tan clara que podía ver a través de ella. Alexander estaba tan emocionado que decidió entrar en el laberinto de cristal de inmediato. Pensó que sería una gran aventura, pero no sabía que el laberinto estaba lleno de peligros.
El príncipe Alexander se adentró en el laberinto, caminando con confianza y seguro de sí mismo. Sin embargo, se dio cuenta de que no era tan fácil como parecía. Cada vez que pensaba que había encontrado el camino correcto, se daba cuenta de que estaba equivocado. Las paredes de cristal reflejaban su imagen y creaban una ilusión de que estaba en un camino cuando en realidad no era así.
Alexander estaba cada vez más confundido y asustado mientras se perdía en el laberinto de cristal. Estaba tan desesperado que empezó a gritar pidiendo ayuda. Pero nadie respondió. Se sentía completamente solo y perdido.
Entonces, mientras caminaba en círculos, escuchó un susurro en el viento. Una voz le habló, diciéndole que no tuviera miedo y que siguiera adelante. La voz le decía que debía confiar en sí mismo y no en sus ojos. Alexander no sabía de dónde venía la voz, pero sabía que debía seguir sus palabras.
Alexander entonces se detuvo y pensó en lo que había dicho la voz. Él pensó en su camino y no en sus ojos, y de repente se dio cuenta de una nueva dirección. La voz lo guió por un camino que parecía diferente al resto. Mientras avanzaba, el príncipe comenzó a notar que las paredes de cristal se volvían más y más delgadas hasta que, finalmente, las atravesó.
Cuando finalmente llegó al final del laberinto, Alexander se encontró con una hermosa recompensa. En el centro, había un pequeño jardín lleno de flores exóticas y un hermoso estanque. La recompensa era, en realidad, una fuente dorada en el centro que emitía un hermoso y brillante resplandor.
A medida que se acercaba, el príncipe Alexander notó algo diferente. Él era más sabio. Había aprendido que a veces debía fiarse de su corazón y no de sus ojos. Esta experiencia lo había ayudado a ser un mejor príncipe y mejor persona.
Finalmente, Alexander se paró delante de la fuente dorada y bebió el agua. Se sintió rejuvenecido y lleno de más amor y compasión. También se sintió agradecido por la voz que lo había ayudado en su camino.
El príncipe Alexander aprendió que a veces la belleza está en el camino que recorremos, no sólo en la línea de llegada. Al encontrar la fuente y aprender esta lección, volvió al castillo listo para vivir su vida al máximo y explorar todo lo que el mundo tenía que ofrecer.
Desde entonces, Alexander se convirtió en un referente para todos en el reino. Todos admiraban su valentía y honestidad, y los jóvenes del reino querían imitarlo. Los niños escuchaban con atención las historias del príncipe perdido y agradecían que los hubiera enseñado tanto.
Así que cada vez que los habitantes del reino querían encontrar el camino correcto, se guiaban por la sabiduría de Alexander y su historia del laberinto de cristal. Y a partir de entonces, cada vez que un niño o niña entraba en el laberinto de cristal, se recordaban las palabras del príncipe: que debían confiar en su camino y no en sus ojos.