El niño que aprendió a compartir. Érase una vez un niño llamado Mateo que vivía en una pequeña aldea rodeada de montañas. Mateo era un niño igual que tú, lleno de curiosidades, aventuras y travesuras. Le gustaba explorar la montaña y jugar con sus amigos, pero tenía un pequeño problema.
No sabía compartir.
Mateo siempre quería tener todos los juguetes, todas las golosinas y siempre ser el primero en todo. Sus amigos no podían disfrutar de las cosas que también querían hacer porque él siempre se adueñaba de todo. Mateo no se daba cuenta de lo egoísta que estaba siendo y pensaba que era divertido ser el dueño de todo.
Un día, mientras exploraba la montaña, Mateo encontró un extraño árbol. Tenía grandes hojas verdes y unas frutas diferentes a todo lo que había visto antes. Él quería tener todas las frutas para él solo, pero cuando empezó a arrancarlas, escuchó una voz. Era la voz del árbol, que le dijo:
-¡No arranques todas mis frutas! Deja algo para los demás. Aprende a compartir, Mateo.
Mateo se sorprendió al escuchar la voz. No sabía que los árboles pudieran hablar, pero también se sintió un poco triste por escuchar que no estaba haciendo algo correcto.
-Lo siento, árbol -dijo Mateo-, no quería ser egoísta.
-Entonces, aprende a compartir, Mateo -respondió el árbol.
Mientras caminaba de regreso a su casa con una fruta en la mano, Mateo pensó en lo que había dicho el árbol. Realmente no quería ser egoísta, pero no sabía cómo hacerlo. No sabía cómo compartir.
Cuando llegó a casa, se sentó en su habitación y pensó en lo sucedido en la montaña. Recordó cómo se sentía cuando sus amigos no podían jugar con sus juguetes o probar sus golosinas. Mateo se dio cuenta de que no era feliz evitando que los demás disfrutaran como él lo hacía.
Tenía que hacer algo al respecto.
Al día siguiente, vio a uno de sus amigos disfrutando de una pequeña figurita de acción. Él sabía que su amigo no tenía muchos juguetes, así que pensó en compartir. Le preguntó si podían jugar juntos y su amigo, sorprendido por la propuesta, aceptó.
Mateo descubrió que jugar juntos era más divertido que jugar solo. No solo eso, sino que su amigo también disfrutó de su juguete. Eso lo hizo sentir bien.
Poco a poco, Mateo comenzó a compartir mucho más con su familia y amigos. Comenzó a prestar juguetes, compartir bocadillos, repartir la pelota en el parque. Mateo descubrió que, compartiendo, se sentía alegre y disfrutaba más las cosas.
Un día, mientras jugaba con sus amigos en el parque, se dio cuenta de que un niño nuevo estaba sentado en una banca, solo. En lugar de simplemente ignorarlo, Mateo fue a hablar con él y lo invitó a jugar. El niño se sintió muy feliz y agradecido por la invitación.
Mateo descubrió que la empatía, ponerse en el lugar del otro, podía hacer sonreír a alguien más. Él estaba feliz de ser un buen amigo.
Finalmente, Mateo se dio cuenta de que aprender a compartir había mejorado su calidad de vida. Ya no solo disfrutaba de las cosas por sí mismo, sino que disfrutaba más con sus amigos.
Y así, después de aprender a compartir, Mateo se convirtió en el mejor amigo en la aldea, el chico al que le encantaba jugar y compartir.
La moral de este cuento es aprender a compartir. Cuando compartimos, hacemos a los demás felices y nos sentimos bien. Compartir no es solo sobre juguetes, golosinas y objetos, es sobre tener una mente y corazón abiertos para ser generosos con los demás y sentir empatía.
Entonces, no tengas miedo de compartir. Comparte tus cosas con tus amigos y familia, pero también comparte tus sonrisas y alegría. Aprende a ser el mejor amigo en la aldea, como lo hizo Mateo, y no olvides que todos somos niños que necesitan aprender a compartir, a tener empatía y a disfrutar juntos.