El fantasma del antiguo cementerio de barcos. Érase una vez, en un antiguo puerto, un cementerio de barcos abandonados. Allí, entre los restos oxidados de viejas embarcaciones, se decía que merodeaba un fantasma. Nadie se atrevía a adentrarse entre los barcos al atardecer, cuando las sombras se alargaban y el viento soplaba aullando. Pero un grupo de valientes niños estaba dispuesto a descubrir si lo que se contaba era verdad o solo un cuento.
Entre ellos estaba Ana, una niña curiosa y audaz, que no creía en fantasmas ni en historias de miedo. Así que, armada con su linterna y un mapa del cementerio, decidió liderar la expedición. Sus amigos la seguían, nerviosos pero decididos. Con pasos lentos y cautelosos, se adentraron en el laberinto de barcos abandonados, sorteando cuerdas y vigas oxidadas.
De repente, un crujido los hizo detenerse en seco. Todos se miraron entre sí, pensando que el fantasma había aparecido. Pero la verdad era mucho más sencilla: habían pisado una tabla podrida que se había desmoronado bajo sus pies, haciéndolos caer al fondo de un viejo barco.
Allí, tumbados en la oscuridad, se dieron cuenta de que no había nada que temer. Por mucho que buscaran, no encontraron ni rastro del fantasma. De hecho, salvo algunas ratas que se habían mudado allí, el cementerio de barcos parecía abandonado. Así que, tras comprobar que nadie había salido herido en la caída, decidieron seguir explorando.
Fue entonces cuando Ana vio algo que llamó su atención. En el fondo de uno de los barcos, rodeado de telarañas y moho, encontró un viejo cuaderno con la tapa escrita a mano «Diario de un marinero». Sin pensárselo dos veces, se lo llevó consigo para leerlo más tarde.
Mientras tanto, sus amigos empezaron a aburrirse y decidieron irse. Ana intentó convencerlos de que se quedaran un rato más, pero no hubo manera. Así que se quedó sola, entre los barcos, leyendo el viejo diario.
En él, un marinero relataba las aventuras que había vivido en los mares del sur. Hablaba de tormentas terribles, de islas desiertas, de sirenas y monstruos marinos. Ana leía con fascinación, imaginando cada una de las historias que se contaban en el diario.
De repente, un ruido la hizo levantar la vista. Al principio, pensó que eran sus amigos que habían vuelto, pero pronto se dio cuenta de que no era así. Alguien o algo estaba moviendo las cuerdas de un barco cercano, arrastrándolas sobre la madera.
Ana se armó de valor y fue hacia el barco. Con su linterna en mano, iluminó las sombras que se alargaban entre los mástiles y las velas desgarradas. Entonces, vio algo que la dejó sin aliento: un hombre alto y delgado, vestido con un traje negro, estaba allí plantado, mirándola fijamente.
Ana intentó hablar, pero las palabras se le atragantaron en la garganta. Sintió un escalofrío recorrerle la espalda, como si todo su cuerpo se hubiera helado. Era el fantasma del cementerio de barcos.
Pero entonces, el fantasma habló. -¿Qué haces aquí, niña? -dijo con una voz suave y resonante, que parecía flotar en el aire. Ana se quedó petrificada, sin saber qué responder.
El fantasma volvió a hablar. -No tengas miedo. Solo estoy aquí de paso, buscando el barco que me llevó al otro mundo. ¿Quieres ayudarme a encontrarlo?
Ana, que seguía sin saber qué creer, asintió tímidamente. El fantasma le indicó el camino que debían seguir y se adentró entre los barcos. Ana lo siguió, saltando de tabla en tabla, hasta que llegaron a una pequeña embarcación que parecía a punto de hundirse.
El fantasma se detuvo frente a ella y cerró los ojos. -Es aquí -dijo, susurrando. Ana le miró, sin entender. Pero entonces, comenzó a suceder algo increíble: las tablas del barco crujieron y se cerraron, como si estuvieran dando forma a un cuerpo invisible. Ana vio, con asombro, cómo un hombre vestido con un uniforme de marinero se materializaba delante de sus ojos.
El hombre sonrió al fantasma y le dio las gracias. -Gracias por recordarme mi barco, amigo. Ahora puedo descansar en paz. Y a ti, pequeña -dijo, mirando a Ana-, gracias por haberme ayudado. Me llevo conmigo el recuerdo de tu valentía.
Y con esas palabras, el hombre se desvaneció en el aire, dejando a Ana sola en el cementerio de barcos. Miró a su alrededor, todavía sin salir de su asombro, y vio que todo estaba en calma. Ni rastro del fantasma, ni del marinero ni de nada que pudiera parecer mágico o sobrenatural.
Decidió que ya era hora de irse a casa, pero no sin antes escribir en el diario del marinero un pequeño relato de lo que acababa de suceder. Sabía que sus amigos nunca le creerían, pero eso no importaba. Ella sabía que el fantasma del cementerio de barcos existía, y que había tenido el valor de enfrentarse a él. Y eso, en su corazón, era suficiente.