La leyenda del fantasma del acantilado. Érase una vez en un pequeño pueblo costero, un acantilado con una leyenda muy particular. Se decía que en lo más alto de ese acantilado, vivía un fantasma que cada noche atraía a los barcos hacia las rocas y les hacía naufragar. Pero nadie nunca había visto al fantasma y nadie sabía cómo era.
Un día, llegó al pueblo un niño llamado Miguel. Miguel había venido a pasar sus vacaciones cerca del mar y al oír la leyenda del fantasma, decidió investigar. Así que cuando llegó la noche, el niño se dirigió al acantilado con la intención de descubrir la verdad sobre el famoso fantasma.
Subió por el sendero que llevaba a la cima del acantilado con mucho cuidado, evitando resbalar en las piedras sueltas. Al llegar a la cima, vio una pequeña cueva. Se acercó temeroso, pero decidido, y entró en la cueva. Al principio, no vio nada, pero de repente notó que algo se movía detrás de él. Se giró y vio al fantasma.
El fantasma del acantilado era un anciano con una larga barba blanca. Vestía con ropas rotas y cubiertas de algas. Miguel temblaba de miedo, pero se dio cuenta de que el anciano no era malvado, así que decidió preguntarle por qué él hacía naufragar a los barcos.
El anciano se encogió de hombros y dijo: «Lo hago porque estoy solo y necesito la compañía del pueblo. Pero cuando la gente viene, no me habla, no me visita y no me presta atención». Miguel entendió que el fantasma no era malvado, sino triste y solitario.
El niño decidió hacer algo para cambiar la situación, así que le prometió al anciano que le visitaría todos los días y pasaría tiempo con él. El anciano estaba feliz y aceptó la oferta con una sonrisa. Miguel volvió a casa, planeando cómo decirle a la gente del pueblo que el fantasma del acantilado no era tan malo como lo habían retratado.
El día siguiente, después de la escuela, Miguel reunió a un grupo de amigos y les contó lo que había descubierto sobre el fantasma del acantilado. Sus amigos al principio no lo creyeron, pero Miguel les convenció de que el fantasma no era malvado, sino solitario y triste. Después de tener una larga discusión, el grupo decidió visitar al anciano.
Cuando el grupo llegó a la cueva, el fantasma se sorprendió, pero estaba feliz de tener compañía. Miguel y sus amigos, junto con su compañía, comenzaron a hablar con el anciano. Le hicieron muchas preguntas y descubrieron que había sido un pescador del pueblo hace muchos años. También descubrieron que el anciano estaba triste porque estaba solo y la gente le tenía miedo.
Después de pasar varias horas con el anciano, Miguel y sus amigos se fueron a casa, pero prometieron visitarlo a menudo. También se aseguraron de contarles a los demás del pueblo que el fantasma del acantilado no era tan malo como la gente pensaba. Poco a poco, la gente comenzó a visitar al anciano.
El pueblo cambió mucho después de eso. La gente se volvió más amable y generosa, y cada vez más personas visitaban al anciano. Miguel y sus amigos comenzaron a reconstruir la cueva, llevando más luz y arreglando el camino hacia la cima del acantilado.
Un día, Miguel se subió al acantilado y miró el mar. Se dio cuenta de que ya no había peligro. El antiguo fantasma ya estaba rodeado de gente buena y bondadosa y las luces de barcos no se alejaban más de la bahía. Sonrió y cerró los ojos, sintiendo el viento suave en su piel.
Desde ese día, el anciano del acantilado se convirtió en un personaje querido en el pueblo. La gente lo visitaba a menudo para escuchar sus historias de pesca o simplemente para charlar. Miguel y sus amigos también fueron siempre a verlo. El fantasma ya no hacía naufragar los barcos, y la bahía se convirtió en un lugar seguro para navegar. Todo esto sucedió gracias al valor y la ingeniosidad del pequeño Miguel.


